Vivía enfadada consigo misma y con el mundo. No sabía por qué motivo no podía ser feliz y disfrutar del momento. Sentía una desazón en su interior de la que le era imposible desprenderse.
Incapaz de entablar una conversación más larga de un minuto y de mantener una relación más allá de las primeras dos discusiones. Siempre iba por la calle con el rictus serio y el corazón compungido. Con un malestar tan profundo que, a veces, hasta su aliento apestaba a putrefacción. La mala leche le subía de lo más hondo de su estómago embadurnándolo todo de negro como si de viscoso petróleo se tratara.
No siempre era visible su desdicha, era capaz de esconderla y disimularla hasta parecer agradable a los demás. Sin embargo, por dentro su sangre hervía y, en más de una ocasión, se veía obligada a morderse la lengua para no soltar ningún agravio que ofendiese a sus acompañantes. A simple vista era una chica normal. Tenía un buen empleo, amigos y amigas que la apreciaban, compañeros y compañeras de oficina que valoraban su trabajo, padre y madre dulces y cariñosos. Sin embargo, en su interior se sentía desdichada y vacía.
Que nadie piense que le gustaba ser como era, en absoluto, pero llevaba casi toda su vida con ese resquemor incrustado. A sus treinta y tres años podía contar con los dedos de las manos los momentos felices que había vivido y, seguramente, le sobrarían dedos.
De ruta
Acudió a psicólogos para escarbar en su interior en busca de los motivos que la hacían sentirse así. Visitó a muchos y muy distintos profesionales de la psicología. El primero, un psicoanalista argentino, empalagoso por naturaleza y con el que con solo una cita tuvo más que suficiente. "Vos lo que tenés es un fuerte complejo de Edipo, ¿viste...? Complejo que todavía permanece en tu inconsciente y que provoca que tu Yo no sea lo suficientemente saludable como para mediar entre el Ello y el Superyó, ¿viste? Te falta la habilidad para adaptarte a la realidad e interactuar con el mundo". Sí claro. Hasta luego Lucas....
Otros por el contrario, seguidores de la técnica Gestalt analizaban sus respuestas y su comportamiento para extraer la sustancia que contaminaba sus entrañas. Su vida había sido normal, con una infancia placentera y una familia como cualquier otra. Le practicaron sesiones de hipnosis inductivas con la intención de descubrir algún secreto muy oculto, pero nada. Se puso en manos de un terapeuta cranosacral con el propósito de conseguir conectar con su yo más profundo a través de la relajación. Lo cierto, es que sí que consiguió relajarse, fueron para ella las horas de sueño mejor invertidas.
Dejó que la pincharan por todas partes. Gracias a la acupuntura desaparecieron ciertos dolores que por persistentes ya creía normales. Bebió concienzudamente los remedios florales de Bach que en una clínica, especializada en terapias alternativas, le preparaba una alegre joven. Siempre tan sonriente y amable que empalagaba los sentidos. Tampoco le sirvieron de nada, aunque durante un tiempo todo su cuerpo olía a primavera. Se aventuró con el tai-chi y el yoga, se puso en forma y mejoró considerablemente su elasticidad, pero su malestar seguía pudriéndose en sus adentros.
Llegó a considerar la posibilidad de que su madre hubiera consumido drogas y/o alcohol durante el embarazo, pero la pobre era una bendita y al preguntárselo se echó a llorar desconsoladamente.
Ya como última opción, decidió hacerse un chequeo porque pensó que tal vez su malestar era provocado por una extraña enfermedad que le causaba una desidia infinita, pero tampoco. Desgraciadamente, estaba sana.
La vocación
Tras gastar enormes cantidades de euros y no conseguir sentirse mejor, finalmente, decidió dejar su trabajo y descubrir su verdadera vocación. Concluyó que el no sentirse realizada era la causa de todas sus dolencias. Y aunque ciertamente, en un principio, se sintió aliviada por no tener obligaciones, el malestar persistía en su interior. Ya no sabía qué hacer. Quería quitarse aquel alien de dentro, pero no sabía cómo.
Después de mucho meditar, resolvió abandonarlo todo e irse de voluntariado. Se inscribió a una ONG y, tras ponerse las vacunas pertinentes, marchó a tierras lejanas con la idea de sentirse feliz ayudando al prójimo y verse recompensada con la sonrisa del más desfavorecido. ¡Y una mierda! Ella no estaba hecha para eso. Imposible sentirse bien en condiciones tan deplorables, durmiendo en desvencijadas literas, duchándose cuando se podía, sin apenas agua caliente… No. Ella no estaba hecha para el sufrimiento. Del mes que, en principio, tenía previsto estar, aguanto escasos quince días y fue más por orgullo que por bondad.
De vuelta a casa, sentía ser una deplorable parodia de Siddhartha, siempre en busca de la sabiduría. Ella, al igual que este personaje de Hermann Hesse, también rebuscaba algo, aunque nada tenía que ver con la espiritualidad y la excelencia.
Hogar, dulce...
No tardó mucho en encontrar un nuevo empleo, su perfil profesional le permitía seleccionar entre varias ofertas, así como imponer, en parte, sus propias condiciones. Optó por trabajar desde casa y así evitar el contacto con otros seres humanos. Quería dedicarse un poco más de tiempo y procurar descubrir, por ella misma, el motivo de esa desazón rancia que la poseía.
Como persona organizada y metódica que era, trazó una detallada pauta de tareas que le dejaba las mañanas libres para ir a pasear por la ciudad. En sus paseos observaba a su alrededor e intentaba descubrir en las cosas más simples y sencillas cuán bella era la vida.
Sin embargo, en lugar de bonitos pajaritos canturreando en las ramas de los árboles solo podía ver sucios palomos, repletos de bacterias y enfermedades, danzando a su alrededor a la espera de algo que picotear. En lugar de gente sonriente y niños alegres cantando canciones inocentes, únicamente podía vislumbrar, caras cariacontecidas e infantes berreando con la nariz llena de mocos.
Era incapaz de ver la hermosura. Su distorsionada percepción de las cosas ensombrecía todo aquello que contemplaba. Su perversa mirada corrompía todo aquello que tocaba. Se sentía más abatida que nunca.
La infructífera búsqueda había agotado su mente y su espíritu. El cansancio y la desesperación habían hecho mella en ella. Su cuerpo había perdido la vitalidad de tiempos pasados. Era como si llevara un pesado yugo sobre el cuello que le impidiera alzar los ojos del suelo y levantar los pies al caminar. Ya no podía más, se daba por vencida. Ese era su sino.
Andaba cabizbaja bajo un radiante sol cuando, de repente, algo llamó su atención. Algo había en aquella pared que la atrajo como la sangre a los mosquitos. Se sentó en el banco de enfrente y se quedó quieta mirándolo. No podía apartar la vista de ese tabique maltrecho. En él estaba el secreto de todo. En él había encontrado la solución a su problema. Quieta y sin moverse estuvo poco más de una hora observando fijamente aquel inspirador muro. Al fin, se acercó y con su mano izquierda fue acariciando una a una las palabras en él escritas.
Una sonrisa iluminó su rostro y lo que antes le parecía grotesco y desagradable, ahora lo percibía como vida en estado puro.